miércoles, 10 de noviembre de 2010

27 minutos


Llevaba trece minutos caminando. Las manos las tenía bien protegidas del frío en los bolsillos de mi abrigo de plumas y no tenía ninguna intención de sacarlas de ahí por el momento. Ni siquiera para sacar el iPod y colocarme los auriculares en las orejas en un tiempo récord. No.
Ahora habían pasado catorce minutos desde que había dejado a Diana en su portal. El vaho salía despedido de mi boca con cada suspiro, y mi camino se vio amenizado por eso y por mi sombra que se alargaba ante mí un momento y, al pasar junto a otra farola, se multicplicaba, daba media vuelta, una desaparecía y la otra se extendía como la anterior, y el proceso continuaba incansable.
Quince minutos. Seguía caminando impasible a la soledad y, entonces, una ráfaga de aire helador se coló por algún recobeco sin cubrir de mi cuerpo y subió por mi espalda. Me dio un escalofrío. Paré un segundo y me miré de arriba abajo para comprobar que estaba cubierto de los pies a la cabeza, aislado del frío de una manera practicamente hermética.
Ya eran las doce la de noche. La hora bruja. llevaba dieciséis minutos caminando sin compañía por las calles estrechas de la ciudad que tenían como única fuente de luz farolas de bajo consumo, o farolas cuyas bombillas estaban a punto de retirarse. Pasé junto a una que parpadeaba. Miré mi sombra con atención. Desaparecía, aparecía, desaparecía, aparecía... Y otra farola le dio la luz suficiente para que regresase indefinidamente.
Dios, ¡hacía un frío terrible! Menos mal que me había acordado al salir de casa, cuatro horas antes, de coger mi bufanda gris. Una bufanda que me había comprado hacía un mes.
Otra corriente de aire. Las doce y dos minutos. ¿Sería el día más frío de todo el invierno?
Estaba cerca de mi casa. Podía ver, al final de la calle, una esquina que reconocía perfectamente; si la girabas, llegarías a un cartel que decía "¿Arte o luz? ¡Arluz!" y, justo detrás de ese cartel, estaba el edificio que separaba la manzana de Arluz y la mía.
Doce y siete de la noche. Giré la esquina. El cartél estaba apagado y la calle, igual que la anterior, desierta. Y, justo, al cruzar el paso de cebra que lleva hasta el edificio que separa las dos manzanas antes mencionadas, otra ráfaga de viento helador me sacudió a mí y también a los árboles. Entonces, levanté la vista. Y pequeñas motitas blancas me nublaban la vista. ¡Estaba nevando! Dos de Enero a las doce y once minutos de la noche, ¡estaba nevando! ¡La primera nevada del nuevo año!


hoy me ha dado por escribir algo que no fuese meramente crítico, perdonadme. S.H.M.

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