sábado, 10 de septiembre de 2011

El baile de santos y pecadores




A la hora de la verdad, todo jugador descubre sus cartas y tú puedes ganar o perder, alegrarte, envolverte en lágrimas o seguir con tu cara de póker y enseñar una baza irrepetible.
Siempre hay que andar con la capucha puesta por si te salpica alguna que otra mala jugada y, si tras varios intentos ves que no cumple su cometido, cómprate una tienda de campaña y no salgas de ella porque es muy difícil hacerte con la suerte y llevarte el premio gordo.
Luego está también el tema del croupier, un tal ¿Cupido? ¿Eros? (¿A quién le importa su nombre?)... Sus cartas están malditas y hace que te confíes en demasía para que después, otro jugador sin escrúpulos se lleve tus fichas. Por supuesto, como en todo, se van turnando los roles: el que reparte, el que se ilusiona y arriesga más fichas y el que, pareciendo frágil, acaba llevando la partida hacia donde quería.

Yo, señores, que nunca me he considerado un ludópata empedernido y que intento comprometerme a no caer en la tentación de las picas, los rombos, los tréboles y los corazones, he vuelto a caer y me temo que esta vez no será la última aunque, después de perder tal cantidad de dinero, uno nunca vuelve a jugar al día siguiente. Habrá que esperar un tiempo, reunir fuerzas, confiar en uno mismo, buscar la suerte y, sólo en ese caso, volver a arriesgar y esperar que te toque una buena mano.

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